Desde que tengo memoria me ha fascinado el tema de los vampiros, esas criaturas sedientas de sangre. Aunque debo aclarar que este interés tiene mucho que ver con la imagen que de ellos nos dan las películas, en especial Drácula, y series de televisión estadounidenses. Últimamente con el auge de cierta saga de libros, una gran cantidad de personas ha mostrado interés en estos seres, un interés que me gusta llamar desabrido o hueco, ya que realmente no se sienten atraídos por los supuestos poderes que poseen los vampiros, sólo les atrae la moda de ver a un actor relativamente guapo con colmillos.
Lo que pocas personas logran percibir es el misticismo que transmiten los vampiros, tomando como base la obra de Bram Stoker, los vampiros tienen un control sobre casi todo: el tiempo, las fuerzas de la naturaleza y la mente de sus víctimas. Pero no sólo por eso es que me llaman la atención, también lo que representa para ellos ser parte de un grupo que si bien convive con la humanidad con normalidad, están separados al mismo tiempo y la personalidad que muchos escritores les confieren a estos personajes logran es atractivo del que hablo.
Usualmente son personajes con un gran sufrimiento, que sienten que no hay nada nuevo ni nada que les dé una razón para vivir; y al mismo tiempo la televisión se ha encargado de darles ciertas características o atributos para hacerlos más atractivos como es la gran carga erótica reflejada tanto en la actitud, la vestimenta o la forma en que hablan y miran, factor que resulta en que al actor que interpreta al vampiro aunque no sea muy agraciado físicamente, por todo el conjunto resulta atrayente al público femenino.
Aunque he de confesar que mi vampiro favorito es Drácula interpretado por Gary Oldman no puedo dejar de lado a Ernesto, y estoy segura que aquellos que veían el once cuando estaban chavitos también lo recordarán.
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